Acababa
de sudar la camiseta. Cuarenta minutos corriendo y ahora regresaba a
casa, concentrada en recuperar el aliento. Este año iba a empezar la
universidad y le asustaba un poco pensar en lo que el futuro le iba a
deparar.
Mientras
caminaba por una senda, con las manos en las caderas, sin verlo
venir, fue embestida por una fuerza bruta que la derribó, sin
contención. Sorprendida y aterrada empezó a gritar, hasta que una
mano gigante le tapo la boca y la nariz, mientras era inmovilizada
por un torturador abrazo. Un hombre le agarraba, ciñéndole los
pechos e impidiéndole respirar, al tiempo que la arrastraba, a
golpe de sacudidas, hasta un cuarto abandonado, lleno de escombros.
El cosmos se ralentizó y sus pulsaciones se dispararon,
martilleándole las sienes. Para aturdirla y evitar su resistencia,
fue golpeada en la cara, sin piedad. Se quedo tirada boca arriba,
paralizada, sin voz y vaciándose por dentro, sin consecuencias para
su ropa interior que le había sido arrancada. Con los ojos cegados,
solo podía adivinar la sombra de su atacante que, de pie frente a
ella, se estaba bajando los pantalones hasta los tobillos.
Acababa
de producirse un intento de violación. Los testigos, que habían
conseguido espantar al agresor, habían facilitado la matrícula del
vehículo con el que había huido. La policía se dirigió al
domicilio del dueño del coche que les abrió la puerta. El
sospechoso, sin camiseta y bostezando, dijo estar durmiendo la
siesta. Pero sus padres, unos ancianos que también estaban en la
vivienda, aseguraron que su hijo acaba de llegar a casa, corriendo y
sin aliento.
Resignado,
el hombre acompañó a los policías, sin oponer resistencia. Llevaba
un pantalón de chándal talla XXL, con elástico ideal para
facilitarle la faena.
“Oiga
-dijo la madre antes de que se marcharán a comisaría- Mi hijo tiene
42 años y desde los 14 años está entrando y saliendo de la cárcel.
¿No podrían dejarle en paz?”
Ya
en el vehículo policial el monstruo se volvió humano. Cabizbajo y
con los ojos apagados, parecía inofensivo e incluso arrepentido. La
detención le mantenía aletargado. Uno de los policías más jóvenes
le preguntó: “¿Sabes el dolor que has causado? Es una niña. ¿Si
tienes necesidades por que no recurres a una prostituta?”
La
palabra niña, unida a la palabra dolor, consiguió, que se
incorporara y que unos destellos metálicos encendieran sus ojos
negros. Mirando con desafío al policía y, antes de que sus labios
dibujaran una sonrisa malvada, le susurró: “Tú…… no lo
entiendes”.