Era todavía una niña cuando los policías la veían cruzar la calle en compañía de otros escolares a la entrada y la salida del colegio. Ahora, sentada en una céntrica parada de autobús, esperaba, con la complicidad de la luz mortecina de las farolas, la llegada de algún cliente. Su cuerpo obeso, que contrastaba con su carita aniñada, se desparramaba sobre el mobiliario urbano recordando la hermosura de una diosa pagana de la fertilidad.
Todo empezó cuando, esperando el autobús, un individuo le propuso ganarse unas pesetas. Sin necesidad de ir a ninguna parte, ni tener que levantarse, en unos pocos minutos, comprobó que unos cuantos billetes habían pasado a ser suyos. Prostituirse le resultaba algo natural. Había contraído unas pequeñas deudas, que sus padres no podían pagar y ella se había comprometido entonces a devolver el dinero asegurando que dejaría de trabajar, cuando consiguiera ahorrar lo suficiente. Entre risas infantiles, explicaba que por su aspecto físico, nadie pretendía copular con ella, de hecho pensaba reservar ese sagrado acto marital para el hombre que el futuro le tenía predestinado. Su especialidad le impedía tener que dar conversación ni soportar la visión del otro durante los escasos minutos que duraba la felación. Sin tiempo para familiarizarse con el olor, la textura o la pigmentación de la piel de su clientela multiracial, su actividad le reportaba cerca de 50.000 pesetas por noche. Había calculado que a finales de año habría saldado su deuda.
En Navidades, esta Venus de generosos contornos desapareció de las crápulas calles de la ciudad.
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