Permanecía sentado en un banco del palacio de justicia, esposado y con un aspecto digno de compasión. Sus ojos húmedos y enrojecidos se perdían en las cuencas de un rostro devastado por el dolor. A su lado, impasible, un funcionario policial le custodiaba lejos del alboroto motivado por la inminente celebración de un juicio a puertas cerradas que la opinión pública ya había sentenciado.
Al pasar cerca de tan desavenida pareja, una mujer togada fue interpelada por el custodiado que, aludiendo a su condición de mujer y a su instinto materno, suplicaba con estos argumentos:
“Usted tiene que entenderlo, por favor se lo pido. Tengo dos niñas. Dos niñitas preciosas a las que quiero más que a mi vida. Mi mujer es una bruja que está celosa por que las quiero más que a ella. Las chiquillas me quieren también mucho e incluso me prefieren a su madre. No soporta ver como juego con ellas. No entiende nuestra complicidad, nadie la entiende. Son criaturas inocentes que sólo me han conocido a mí y tengo la obligación de prepararlas para la vida. Es lo que se espera de un buen padre. ¿Quién mejor que ya para educar a mis propias hijas? ¿Por qué la sociedad acepta que un jovenzuelo desconocido y torpe venga, algún día, a hacerles impunemente lo que yo pretendo descubrirles con tanto amor?”
El hombre estaba acusado de abusar sexualmente, durante años, de su hija adolescente que fue la que le denunció cuando descubrió que pretendía hacer lo mismo con su hermana más pequeña. Ante el desconcierto de unas menores que no terminaban de entender el alcance de su denuncia, el hombre fue detenido por lo que él llamaba técnicamente unas prácticas de iniciación amatoria y de preparación a la vida adulta,
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