Tenía trece años y un historial de malos tratos que no cabría en un diario. Hija de familia numerosa, estaba sometida al yugo paterno que pretendía imponer una moralidad basada en el fanatismo religioso y en una nula relación con el mundo exterior. En verdad, como suele ocurrir con los tiranos, su filosofía se resumía a “haz lo que yo diga pero no lo que yo haga”. La brutalidad de su progenitor era a menudo imitada por sus hermanos varones que la golpeaban, por su bien, ante el silencio de una madre que defendía las bondades de la disciplina en una pulcra educación y la necesidad natural del sometimiento de la mujer al hombre.
La pubertad trajo consigo un irrefrenable deseo de rebelión, aplacado por el recrudecimiento de las palizas, los encierros y las privaciones de alimentos. La huida para refugiarse fuera del hogar, terminó en varias ocasiones en un coma etílico que condujo a la niña al hospital y que terminó llamando la atención de las instituciones que se hicieron cargo de ella, derivándola a un centro de acogida del que no tardó en escapar.
Ahora se sentía liberada, el dueño de un local de copas se había encariñado con ella y la colmaba de afecto y atenciones. En las reuniones nocturnas, su único amigo la había convertido en el centro de atención de un público mayoritariamente masculino, que aseguraba vivir para el disfrute terrenal y preocuparse sólo por el día a día. Todos halagaban su madurez y su belleza exótica mientras ella aprendía a distinguir entre aquellos piropos que le iban a resultar más rentables al permitirle ganar unos euros con facilidad. Cada minuto vivido era par ella un tiempo ganado en el que se prometía una y otra vez que ya nadie le volvería a golpear y recluir. Muchos de los que pretendían llevársela a dar un vuelta, relamiéndose las ganas, le susurraban al oído: “Con tanta inmigración, he estado con mujeres de todos los colores, de todas las nacionalidades y con las tetas de todos los tamaños pero todavía no me he tirado a una niña ja! ja! ja!”
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