Llevaba media hora observándola y le gustaba lo que estaba viendo: piel blanca, curvas aniñadas, sonrisa tímida y dientes perfectos. Anhelaba ser descubierto espiándola desde el otro lado de la calle. Deseaba que ella también le mirara para asegurarse de que se fijaba en él y le adivinaba las intenciones. Intuía la suavidad de su piel, la frescura de sus pómulos y la sedosidad de su pelo y de su vello más íntimo A pesar de la distancia, olfateaba el aroma de su virginidad y la fiereza de su juventud. La fragancia del deseo animal, al que pronto pretendía dar riendas sueltas, se mezclaría con el olor del miedo.
Anticipaba la respiración agitada de la muchacha, sus sollozos sofocados que él se encargaría de acompasar con unos susurros calientes, aliñados con gemidos soeces y palabras ajenas al pudor. Su boca salivaba pensando en morder su figura, relamer sus contornos y saborear el dulzor de su epidermis, que poco a poco se iría impregnando de la acidez y del amargor del sudor de sus axilas y de su cuero cabelludo, al intentar escapar. Cerró los ojos para recordar esa mezcla de dolor y placer que tantas veces le había hecho perder la cabeza. El ceniciento había decidido vivir su propio cuento de hadas en versión actualizada después de tomarse una viagra que convertiría su calabaza en un poderoso instrumento de seducción que había optado por dejar al aire libre durante su aproximación para un mayor lucimiento. Se tomo su tiempo para elegir el objetivo, empleando primero la vista, el olfato y el oído para seguir atreviéndose con el tacto y el gusto al abalanzarse sobre ella e intentar bajarle los pantalones. Sabía que la consecuencia de su acción era la perdida de libertad y que, al igual que en el cuento, el encantamiento tenía un tiempo limitado ya que los efectos potenciadores del estimulante desaparecerían al sonar las campanadas en el plazo indicado por el prospecto.
Cuando se le consiguió reducir, después de despegar su pelvis del cuerpo de la joven ultrajada, él seguía embistiendo en el vacío con la fuerza de su poseído miembro viril.
Anticipaba la respiración agitada de la muchacha, sus sollozos sofocados que él se encargaría de acompasar con unos susurros calientes, aliñados con gemidos soeces y palabras ajenas al pudor. Su boca salivaba pensando en morder su figura, relamer sus contornos y saborear el dulzor de su epidermis, que poco a poco se iría impregnando de la acidez y del amargor del sudor de sus axilas y de su cuero cabelludo, al intentar escapar. Cerró los ojos para recordar esa mezcla de dolor y placer que tantas veces le había hecho perder la cabeza. El ceniciento había decidido vivir su propio cuento de hadas en versión actualizada después de tomarse una viagra que convertiría su calabaza en un poderoso instrumento de seducción que había optado por dejar al aire libre durante su aproximación para un mayor lucimiento. Se tomo su tiempo para elegir el objetivo, empleando primero la vista, el olfato y el oído para seguir atreviéndose con el tacto y el gusto al abalanzarse sobre ella e intentar bajarle los pantalones. Sabía que la consecuencia de su acción era la perdida de libertad y que, al igual que en el cuento, el encantamiento tenía un tiempo limitado ya que los efectos potenciadores del estimulante desaparecerían al sonar las campanadas en el plazo indicado por el prospecto.
Cuando se le consiguió reducir, después de despegar su pelvis del cuerpo de la joven ultrajada, él seguía embistiendo en el vacío con la fuerza de su poseído miembro viril.
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