Llamaba la atención el número nunca visto de mujeres de alquiler que habían elegido una avenida muy transitada del centro de la ciudad para captar clientela. Ejercían una actividad callejera que resultaba poco comprometedora al ofrecer, por un módico precio, un servicio rápido y sobre la marcha. Después de unos meses de pasividad de la Administración y de rivalidad entre proxenetas, el color negro se había impuesto, eliminando del escaparate vial al género nacional.
Cinco adolescentes habían aparcado sus ciclomotores en el jardín, medio camuflados detrás del monumento levantado en honor de un famoso escritor cuya figura parecía descansar en medio de unos árboles centenarios. Venían con la intención de contratar los servicios de una de las prostitutas que ejercían su profesión al amparo del tétrico edificio donde se ubicaban los juzgados. Llevaban días observando el trabajo de las mujeres mientras se dedicaban al botellón y, entre risas y carcajadas mezcladas con alcohol y porros, habían decidido que se iban a dar un homenaje. En esta ocasión se habían propuesto elegir mejor y seleccionar una negrita con melena natural para no quedarse con su peluca sintética entre las manos, como la primera vez.
Habían escogido a una joven muy bonita de poderoso trasero que por un precio reducido les iba a ofrecer un trabajo profesional en cadena. Para no perder el tiempo y aprovechar el dinero que iban a pagar, se colocaron en fila, de pie, con los pantalones bajados hasta las rodillas, esperando entre bufidos y risas que les tocara el turno. Aquella coreografía improvisada bien se podía haber titulado: la danza de los botijos.
Cinco adolescentes habían aparcado sus ciclomotores en el jardín, medio camuflados detrás del monumento levantado en honor de un famoso escritor cuya figura parecía descansar en medio de unos árboles centenarios. Venían con la intención de contratar los servicios de una de las prostitutas que ejercían su profesión al amparo del tétrico edificio donde se ubicaban los juzgados. Llevaban días observando el trabajo de las mujeres mientras se dedicaban al botellón y, entre risas y carcajadas mezcladas con alcohol y porros, habían decidido que se iban a dar un homenaje. En esta ocasión se habían propuesto elegir mejor y seleccionar una negrita con melena natural para no quedarse con su peluca sintética entre las manos, como la primera vez.
Habían escogido a una joven muy bonita de poderoso trasero que por un precio reducido les iba a ofrecer un trabajo profesional en cadena. Para no perder el tiempo y aprovechar el dinero que iban a pagar, se colocaron en fila, de pie, con los pantalones bajados hasta las rodillas, esperando entre bufidos y risas que les tocara el turno. Aquella coreografía improvisada bien se podía haber titulado: la danza de los botijos.
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