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4/11/12

Una jauría humana

   Un domingo a las nueve de la mañana, el suelo mojado, el cielo gris, la ciudad desierta. Un vehículo policial entra en el polígono industrial donde el Ayuntamiento ha autorizado la apertura de un local de copas, camuflado en medio de naves industriales recubiertas de graffitis y, en festivo, cerradas a cal y canto. En una de las calles sin salida y en penumbra, unas sombras, en melé, se libran a una batalla campal entre gritos, insultos y aullidos.
En el centro un guiñapo es sujetado por varias mujeres que pelean para disputarse sus despojos. Todas parecen hembras imponentes, vestidas con escotes de vértigo y manifaldas que en la lucha dejan escapar sin pudor tetas y nalgas. Llevan en las manos sus zapatos de plataforma o con tacón de aguja y los utilizan con destreza para amartillar a su presa que se intenta proteger la cabeza con los brazos mientras su cuerpo zozobra, anestesiado por el alcohol que ha ingerido. Son los últimos clientes del local que han salido a debatir a la calle y a dirimir sus diferencias. Antes de que los agentes logren neutralizar a las fieras, la presencia policial sólo ha conseguido aumentar las embestidas y las amenazas de tan trasnochadora jauría humana. Son mujeres maduras, de rímel corrido, desmelenadas y embutidas en modelitos imposibles y vulgares. Bien mirado; algunas son hombres. Los delata sus bíceps, sus mandíbulas cuadradas y sus voces roncas. Todas terminan lanzando improperios al ser enjauladas en un furgón policial después de una yerma resistencia y de un forcejeo con dientes y uñas. Mientras, el hombre ebrio, desnudo de cintura para bajo y lleno de contusiones y arañazos, se niega a ser atendido e insiste en que lo encierren en el celular para permanecer junto a sus amigas.

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