Iba caminando entre los vehículos estacionados que se amontonaban en el macro aparcamiento del complejo sanitario, satisfecha al recordar lo bien que le iba el negocio desde hacía unos meses. El día que vino al centro médico a recoger a su madre, se le ocurrió que el recinto hospitalario podía ser un lugar ideal para la captación de una clientela necesitada. Mientras acompañaba a la anciana, pudo observar como le miraban los hombres que accedía a los diferentes edificios, con el semblante preocupado y la mirada perdida de quien, sin previo aviso, se queda solo en casa frente a la rutina.
Había decidido aprovecharse de la desgracia ajena, interceptando a su objetivo, pidiéndole un cigarrillo con una sonrisa insinuante y traviesa. Según la reacción del requerido, pasaba o no a ofrecerle al oído sus servicios amorosos, rozando el pecho del incrédulo con su voluminosa delantera. Rechazada en escasas ocasiones, algunos sucumbían a su oferta de inmediato mientras otros se hacían rogar simulando una torpe resistencia. En un recoveco del aparcamiento, apoyados entre dos turismos, formaban un sólo cuerpo bicéfalo que daba rienda suelta al deseo carnal. Después de su culminación, el frenesí era reemplazado casi siempre por un negro sentimiento de culpa que iba emergiendo de las profundidades de la mala conciencia, especialmente si el hombre no era aficionado a los devaneos sexuales. Mientras el cliente iba recobrando la compostura y dignidad, optando por el silencio acusador o los reproches y las justificaciones, ella se sentía inmune. Como buena profesional, conocía la naturaleza humana y no necesitaba revestirse de falsos escrúpulos.
Había decidido aprovecharse de la desgracia ajena, interceptando a su objetivo, pidiéndole un cigarrillo con una sonrisa insinuante y traviesa. Según la reacción del requerido, pasaba o no a ofrecerle al oído sus servicios amorosos, rozando el pecho del incrédulo con su voluminosa delantera. Rechazada en escasas ocasiones, algunos sucumbían a su oferta de inmediato mientras otros se hacían rogar simulando una torpe resistencia. En un recoveco del aparcamiento, apoyados entre dos turismos, formaban un sólo cuerpo bicéfalo que daba rienda suelta al deseo carnal. Después de su culminación, el frenesí era reemplazado casi siempre por un negro sentimiento de culpa que iba emergiendo de las profundidades de la mala conciencia, especialmente si el hombre no era aficionado a los devaneos sexuales. Mientras el cliente iba recobrando la compostura y dignidad, optando por el silencio acusador o los reproches y las justificaciones, ella se sentía inmune. Como buena profesional, conocía la naturaleza humana y no necesitaba revestirse de falsos escrúpulos.
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