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26/9/12

Mejor que el Internet

     Convertida en un auténtico asentamiento, la explanada se llenaba de estructuras  metálicas que soportaban el peso de unas lonas parcheadas, sujetas con cuerdas y contrapesos. En medio de unas improvisadas pistas deportivas y al abrigo de los toldos,  todo tipo de tenderete ofrecía   alimentos perecederos y bebidas a los que religiosamente acudían al lugar. Con el reclamo de poder saborear  manjares típicos de diferentes países  sudamericanos, cada tasca disponía de sus sillas y mesas y, para poder cocinar, de  infiernillos  improvisados  e incluso de barbacoas de carbón, sustentadas sobre bidones metálicos. Todos los fines de semana se concentraban allí muchas personas deseosas de disfrutar de su tiempo libre practicando deporte, comiendo, bebiendo y conversando con otros compatriotas. Se les había dificultado el acceder al interior de los colegios del municipio,  donde en festivo se reunían para jugar principalmente al fútbol,  por que dicha costumbre ocasionaba problemas en los centros educativos.
Al iniciarse la semana, los niños regresaban al colegio y encontraban sus rincones llenos de orines de los deportistas y de sus acompañantes, de basura y de botellas vacías y en ocasiones rotas y cuyos vidrios se esparcían peligrosamente  por los patios de recreo. Dicha actividad atraía además la venta ambulante y el estacionamiento de vehículos sobre aceras y jardines en ocasiones con música sabrosona a toda pastilla.
El nuevo  lugar de reunión se había convertido ahora en una oportunidad para hacer negocio, avituallando a los ociosos, facilitándoles el trueque o proporcionándoles diversión e incluso juego, sin necesidad de autorización, ni de control, ni de medidas de seguridad.
Desde hacía  unos meses un grupo de mujeres maduritas había tomado posición, a primera hora de la mañana, bajo una tienda, antes de la llegada masiva del público. Despechugadas y muy ceñidas se entretenían platicando con sus admiradores. En medio del maremagno, acompañaban a sus clientes hasta alguno de los vehículos estacionados y allí se iban desabrochando la blusa o la falda para exhibir sus encantos, dependiendo del precio acordado. Iban adoptando posturitas mientras los mirones se empapaban del espectáculo sin derecho a tocar la mercancía y en ocasiones demasiado borrachos para pasar de esa sonrisa bobalicona que el alcohol y la lujuria les dibujaba en la cara.
   Las mujeres, al ser identificadas por la policía, entre carcajadas y risas, calificaban tan lucrativo negocio de inocente, limpio y  nada pecaminoso y desde luego mejor que el Internet.

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