Era la segunda vez que los vecinos llamaban a la policía. En una primera ocasión, los agentes habían espantado a tres hombres que se encontraban, de madrugada, molestando a gritos en plena vía pública. Al abandonar el coche patrulla la portería del inmueble donde se les había requerido, los individuos habían vuelto a las andadas. Con gran escándalo, vociferaban borrachos como cubas, sin respetar el descanso del vecindario.
Al regreso de los policías, el grupo se disipó de inmediato mientras uno de ellos intentaba mantener el equilibrio sobre la acera, con una litrona en la mano y el discurso pastoso de quien anda buscando bronca. Los agentes, después de identificarle con paciencia y mano izquierda, consiguieron averiguar que el beodo vivía en dicha portería y que su mujer se encontraba durmiendo en la vivienda, ajena a los devaneos del esposo. Era ya tarde cuando se llamó al timbre para intentar que esta pudiera hacerse cargo de su pareja que se negaba a volver a casa. Lejos de atender a la situación y colaborar con la policía, la bella durmiente bajó a la calle en pijama. Fuera de sí, empezó a cuestionar la actuación de los agentes. Gritaba que su príncipe azul sólo estaba ebrio y que en esos casos era mejor dejar que hiciera lo que le viniera en gana y no andar buscándole las cosquillas. El borracho, que parecía ausente durante el intercambio de explicaciones, se abalanzó de pronto sobre ella. Le propinó un contundente puñetazo en la boca y otro en una ceja, de la que empezó a brotar sangre a borbotones.
Mientras los policías reaccionaban intentando reducir al púgil, para proceder a su detención, la mujer se agarró fuertemente al cuello de su amado, gritando: “ ¡Soltarlo, soltarlo! ¡Sois unos putos racistas!. No quiero que se lo lleven ¿Me oyen?” No quiero que se lo lleven."
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