Le estaba golpeando con brutalidad para evitar que se resistiera. Cegado por un subidón de adrenalina, la había seguido hasta el aseo de la cafetería y allí, aprovechando el efecto sorpresa, se había abalanzado sobre ella, atrapándola en la exigua superficie que ocupaba el baño. Forcejeó, disfrutando de su superioridad física que le proporcionaba un placer infinitamente mayor que el daño que le producían los golpes de su víctima. Sin embargo, durante unos escasos segundos, ese dolor físico se interpuso en el camino del disfrute, al sentir que no remitía la indignación y la desesperación de la joven, a la que pretendía forzar y que le laceraba la piel allí donde le alcanzaban las uñas y los dientes de la muchacha.
Pero su excitación fue in crescendo, cuando ese mismo dolor, como por arte enfermizo, se fue convirtiendo también en goce y vino a sumarse y confundirse con ese placer depredador que le ofuscaba. Alertados por los gritos de la mujer, los clientes del local acudieron en su auxilio y ahuyentaron al violador, que escapó corriendo. Cuando la policía le interceptó saliendo de un aparcamiento subterráneo y le bajó del vehículo con rudeza, para esposarle y cachearle, el hombretón empezó a gritar: “ ¡Oye, oye, que me estáis haciendo daño! ¿Pero qué pasa? ¡Tampoco es pa tanto!”
Pero su excitación fue in crescendo, cuando ese mismo dolor, como por arte enfermizo, se fue convirtiendo también en goce y vino a sumarse y confundirse con ese placer depredador que le ofuscaba. Alertados por los gritos de la mujer, los clientes del local acudieron en su auxilio y ahuyentaron al violador, que escapó corriendo. Cuando la policía le interceptó saliendo de un aparcamiento subterráneo y le bajó del vehículo con rudeza, para esposarle y cachearle, el hombretón empezó a gritar: “ ¡Oye, oye, que me estáis haciendo daño! ¿Pero qué pasa? ¡Tampoco es pa tanto!”
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