Había bajado a la ciudad para irse de putas. Llevaba cincuenta euros y estaba dispuesto a aprovecharlos. Después de tomarse unas cuantas litronas, se dirigió al barrio donde, desde hacía unos meses, unas prostitutas marroquíes ofrecían sus servicios a pie de calle, ante la indignación de los vecinos, acostumbrados a la rutina de un barrio de pequeños comercios y población envejecida. Borracho como una cuba, se acercó a un grupo de mujeres que intentaba captar clientela y, sin titubeo, se decantó por la más corpulenta.
Después de preguntarle por el precio de sus servicios y comprobar que cobraban veinte euros por eyaculación, el hombre, jugando a ser espléndido, le entregó a la elegida el billete de cincuenta euros para que se quedara con él y le reintegrara las vueltas después de terminar la faena. Venía con la sana intención de echar dos polvos seguidos pero, al ir tan perjudicado por el alcohol, a duras penas pudo cumplir con el primero. Agotado y con las piernas flojas cuando pretendió, conforme a lo pactado, recuperar los treinta euros que no había consumido, la mujer le avisó con gran escándalo que no le iba a devolver nada y que si quería podía intentar follarla de nuevo para amortizar lo pagado. El asunto terminó a golpes.
La policía llegó al lugar, alertada por la noticia de la agresión de un hombre a una mujer pero sólo se encontró con el cliente apaleado mientras la supuesta víctima se había esfumado con el dinero.
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