Había tardado en acogerle en su casa después de conocerle en la sala de espera de un ambulatorio de la seguridad social donde ambos estaban esperando a ser atendidos. Él le contó su problemilla muscular, que le originaba el exceso de ejercicio, y ella le confesó que su lumbago la tenía hipotecada de por vida. Su relación se fue consolidando mientras él le relataba sus batallitas de hombre desocupado que vivía de una modesta paga vitalicia por invalidez y ella le escuchaba distraída, pensando en las cosas que tenía que hacer para compaginar su vida doméstica y laboral.
Se sentía acompañada y eso le dio confianza para introducirlo en su pequeño núcleo familiar integrado por ella y su hijo adolescente, al que había criado en solitario desde su nacimiento. Resultaba agradable tener un hombro sobre el que llorar y un cuerpo viril con el que poder disfrutar. Él aterrizó en su modesta vivienda con una maleta y varias cajas de zapatos como únicas pertenencias y una alegría que le acompañaba permanentemente y que en ocasiones resultaba un tanto sospechosa cuando se empeñaba en ver siempre lo positivo de la vida. Habían prometido respetarse mutuamente y seguir cada uno con sus rutinas para ir poco a poco acomodándose el uno al otro. Él mostraba una paciencia infinita después de comprometerse a ayudarle con la educación de su hijo que, con dieciséis años, se había encerrado en sí-mismo mostrando un carácter irascible y un comportamiento habitual de desgana y vagancia, acrecentado por la presencia del intruso. Su sueño de felicidad cayó en barrena cuando una noche al regresar cansada del trabajo se encontró con los dos inquilinos, que habitaban su corazón, medio achispados y contentos. Para calmarla, el hombre le pidió con zalamería: “ Cariño, no te enfades. Venimos del prostíbulo y nos hemos hecho colegas. Sé positiva y agradécemelo ya que me he llevado al niño de putas para que espabile.”
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