El alumbrado de las farolas empezaba a borrarse con el amanecer mientras las calles de la ciudad todavía dormían. En la soledad de una tórrida madrugada dominical, dos cuerpos acompasados se libraban al desafío del deseo carnal en las inhóspitas escaleras de bajada al río. Convencidos de la intimidad que les brindaba el viejo muro, cargado de historia y humedad, satisfacían sus instintos mientras olvidaban dónde se encontraban y cómo habían llegado hasta ahí. Habían emprendido, de mutuo acuerdo, el camino del éxtasis que en esta ocasión ya nadie les podía arrebatar.
Intimaron por necesidad, como quien ha de respirar o decide pasear, exponerse al sol o dormir, esas pequeñas cosas por las que todavía en sus azarosas vidas no tenían que pagar.
Mientras sus manos impacientes recorrían la desnudez de sus cuerpos que sumaba fuerza con gracilidad, sus caderas marcaban un ritmo cada vez más acelerado, de embestidas contrarrestadas que penetraban a golpes en el placer. Su excitación y entrega les hacía sentirse poderosos y dueños de su destino durante al menos unos instantes.
El muchacho de piel negra montaba al efebo de tez canela con la fiereza de la juventud que les hizo olvidar que, desde el otro lado del río, las escaleras eran un escenario obligado para los escasos conductores que circulaban, a esas horas, por el otro margen fluvial.
Intimaron por necesidad, como quien ha de respirar o decide pasear, exponerse al sol o dormir, esas pequeñas cosas por las que todavía en sus azarosas vidas no tenían que pagar.
Mientras sus manos impacientes recorrían la desnudez de sus cuerpos que sumaba fuerza con gracilidad, sus caderas marcaban un ritmo cada vez más acelerado, de embestidas contrarrestadas que penetraban a golpes en el placer. Su excitación y entrega les hacía sentirse poderosos y dueños de su destino durante al menos unos instantes.
El muchacho de piel negra montaba al efebo de tez canela con la fiereza de la juventud que les hizo olvidar que, desde el otro lado del río, las escaleras eran un escenario obligado para los escasos conductores que circulaban, a esas horas, por el otro margen fluvial.
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