Bajo el sol del mediodía y con un pie apoyado en la regadera, alargaba la mano para alcanzar el agua. Agachada, con el culo en pompa, exhibía su voluminoso trasero de piel blanca y celulítica del que emergía un minúsculo tanga, naranja fosforito. Mientras se friccionaba con energía las nalgas, recreándose en sus oquedades pilosas y húmedas, con provocación estudiada atraía la atención de los conductores, atrapados en el embotellamiento. Y es que la Jeni era mucha Jeni. Como decía su chulo, que la vigilaba desde la otra esquina, su chica estaba haciendo escuela. Con su desparpajo y su atrevimiento había comprobado, levantándose las faldas, que una muestra vale más que mil proposiciones.
Con la apertura del nuevo campo de fútbol, la prostitución se había trasladado a los accesos de las nuevas áreas comerciales, ofreciendo sus servicios al mejor postor. Atraídos por esa demostración de pulcritud y por la exuberancia de las mozas, eran muchos los que paraban. Conductores anónimos cuyo aspecto contrastaba con la ropa estrecha y vulgar que lucían las mujeres.
Con la apertura del nuevo campo de fútbol, la prostitución se había trasladado a los accesos de las nuevas áreas comerciales, ofreciendo sus servicios al mejor postor. Atraídos por esa demostración de pulcritud y por la exuberancia de las mozas, eran muchos los que paraban. Conductores anónimos cuyo aspecto contrastaba con la ropa estrecha y vulgar que lucían las mujeres.
El encuentro fugaz, dentro del propio vehículo o en los huertos cercanos, despertaba el morbo de los galanes, que pronto olvidarían su desliz. Ellas mientras tanto trabajaban al destajo, sumando cuantos más clientes mejor aprovechando la admitida debilidad masculina, que casi todos esgrimían a modo de excusa. Tras el lance espermático y animal, que estimulaban con palabras subidas de tono, las prostitutas seguían, como si nada, captando clientela.
La Jeni volvía con parsimonia a agacharse una vez más para alcanzar el agua y lavar en público sus partes pudendas.
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