Se acababa de producir una agresión sexual en pleno centro de la ciudad. Varios coches patrulla tenían la descripción del sujeto y peinaban la zona, mientras otras unidades buscaban a la víctima que acababa de llamar al 092. El presunto violador que al parecer había huido en bicicleta, fue localizado por las inmediaciones, parado en un semáforo en rojo. Después de varias llamadas al móvil de la víctima, que permanecía desconectado, se consiguió contactar con ella mientras decía dirigirse a cenar a un comedor social cercano.
Cuando se le preguntó por lo sucedido la mujer explicó que efectivamente había sido violada pero que ya iría a denunciar más tarde, si es que no cambiaba de opinión.
En verdad la mujer ofrecía sus servicios en las cercanías del jardín y desarrollaba su actividad en el interior de un aseo público en el que se encerraba con el incauto de turno mientras su pareja le esperaba en la puerta para evitar complicaciones. La mayoría de los clientes eran ancianos a los que, si veía oportunidad, intentaba engañar con ayuda de su socio para cobrarles lo estipulado y después evitar dar satisfacción a unas proposiciones siempre deshonestas. En esta ocasión la jugada le había salido mal ya que después de veinte minutos de dedicación y esfuerzo, el aprovechado se había marchado sin pagar.
Lo más duro de la historia es que con la crisis y tanta competencia la presunta ultrajada después de tener que desarrollar toda una estrategia de captación de clientela, terminaba, en el mejor de los casos, cobrando diez euros por servicio.
Cuando se le preguntó por lo sucedido la mujer explicó que efectivamente había sido violada pero que ya iría a denunciar más tarde, si es que no cambiaba de opinión.
En verdad la mujer ofrecía sus servicios en las cercanías del jardín y desarrollaba su actividad en el interior de un aseo público en el que se encerraba con el incauto de turno mientras su pareja le esperaba en la puerta para evitar complicaciones. La mayoría de los clientes eran ancianos a los que, si veía oportunidad, intentaba engañar con ayuda de su socio para cobrarles lo estipulado y después evitar dar satisfacción a unas proposiciones siempre deshonestas. En esta ocasión la jugada le había salido mal ya que después de veinte minutos de dedicación y esfuerzo, el aprovechado se había marchado sin pagar.
Lo más duro de la historia es que con la crisis y tanta competencia la presunta ultrajada después de tener que desarrollar toda una estrategia de captación de clientela, terminaba, en el mejor de los casos, cobrando diez euros por servicio.
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